Mario López Espinosa
Soy tu conciencia
Es extraño, jamás en mi vida laboral me ha sobrado tiempo. Siempre ha sido una de mis principales quejas laborales que el día no tenga más de 24 horas. Por lo general, me he sentido absorbido y agobiado con mis tareas y proyectos. En aquella experiencia de nueve meses en aquella empresa alemana, sin embargo, lo extraño es que me sobraba tiempo. Debo aclarar, en descargo de mi pereza, que el Director General y mis compañeros coincidían al afirmar que nunca antes se había logrado tanto en la Gerencia que yo presidía, como en aquel período en que yo era el titular. Será el sereno, pero a mí me sobraba tiempo.
En una tarde, tal vez para atenuar mi sensación de aburrimiento, decidí jugarle una broma inocente a uno de mis colegas, de nombre Rudolph Müller, un joven delgado y muy alto, nacido en Frankfurt pero ya tropicalizado por su esposa veracruzana y por su afición a la música y a las películas mexicanas. Este atlético exponente de la raza área desempeñaba el cargo de Gerente de Productos Profesionales.
Su cubículo y el mío eran contiguos y estaban separados por una división de cristal, cuyas cortinas dejaban sin cubrir una pequeña rendija en uno de los extremos, al grado que bien habría podido espiarlo con regularidad si no hubieses estado seguro de que sus labores eran mucho menos interesantes que las mías, y su vida de trabajo mucho más aburrida de la que yo padecía en algunas ocasiones, cada vez, por cierto, más frecuentes.
Recién había comprado una pequeña grabadora con un excelente fidelidad de sonido. Jugaba precisamente con ella cuando se me ocurrió la broma que decidí instrumentar de inmediato. La activé y la puse en posición de grabación y la introduje hasta el fondo del cajón de mi escritorio. Cerré el cajón y la dejé continuar grabando por unos cinco minutos. Después abrí un poco el cajón muy despacio, me aproximé y comencé a grabar esa señal que solemos usar para llamar la atención de alguien: "psst, psst" ". Volví a grabar la misma señal tres veces con intervalos de dos minutos. Cerré con suavidad y dejé transcurrir ahora tres minutos, después de lo cual, hice un hueco con mis manos juntas alrededor de mi boca para provocar una sensación de eco, me incliné hacia la apertura del cajón, a no más de cinco centímetros y, en el tono más grave y ronco que fui capaz de emitir, pronuncié con lentitud el nombre de mi amigo: "RRUUUDDOOLLLFFFF".
Los dos minutos siguientes fueron del más absoluto silencio. después de lo cual lancé el grito oprimido y distorsionado más feo que he podido pronunciar en mi vida "gggrrrrraouuussshhhhaaargggssdddhh", el cual salió, en efecto, no feo sino espantoso. Cuando reproduje lo grabado y lo escuché, en verdad que yo mismo me espanté, parecía un lamento de ultratumba. Un par de minutos después. Me hice una especie de corneta con un folder que ayudó a hacer más lejana y grave mi voz, de por sí ya desfigurada: SOOYY–TTUUU–CCOONNCCIIEENNCCIIAA..., dije ahora y regresé al silencio. Con intervalos de dos o tres minutos volví a emitir el "psstt, psstt" y poco después concluí la grabación con la expresión: "TTRRRAAMMPPPOOSSSOO "
Yo sabía que Rudolph tenía ese día un Acuerdo con el Director General a las once. También sabía que los acuerdos con el Director jamás se extendían más allá de veinte minutos, así que a las 11:10 en punto llamé a la Secretaria del Director y le dije:
–Érika, me urge hablar con el Director por la red, pero no lo quiero interrumpir, supongo que está con alguien.
–En efecto, me indicó, está en Acuerdo con Rudolf.
–¿Me haría el gran favor Érika de avisarme apenas concluyan la reunión?, le dije
–Por supuesto, le llamaré oportunamente, me respondió,
–¡Bravo!, exclamé, ha vuelto a hablar la voz más eficiente de nuestra empresa,
Yo sabía que le fascinaba que yo hiciera mención de su eficiencia, y con ello aseguraba que me llamaría de inmediato tan pronto concluyera la reunión.
Disponía de no más de tres minutos para preparar mi inocente travesura. Tomé la grabadora, salí rápidamente de mi despacho y, asegurándome de que nadie me veía, me introduje en los dominios de Rudolph. Cerré la puerta con mucho cuidado, con el mismo con que abrí el cajón intermedio del archivero metálico que se localizaba en un extremo de su despacho. Escondí la grabadora de tal manera que nada obstruyera la bocina, pero que no fuera fácil encontrarla. Activé el botón de reproducción y con los movimientos felinos y elegantes de un espía, salí con sigilo de su despacho.
Entré a mi cubículo justo a tiempo de responder el teléfono y escuchar la voz de Érika:
–Herr López, se están despidiendo en este preciso instante.
–Vielen Danken Frau Perfekt, subrayé al colgar.
Apagué la luz de mi oficina al escuchar que se abría la puerta del ascensor y me dispuse a continuar mi labor de espionaje a través de aquella rendija que me permitía apreciar lo que acontecía en todo el dominio de mi compañero germánico.
Rudolph entró pensativo a su despacho, colgó con cuidado su saco en el perchero, se desplomó en su sillón ejecutivo e inició la lectura de un documento, que supuse le había entregado apenas el Director General. Transcurrieron unos tres minutos en el más absoluto silencio.
De repente el primer "Psst Psst" provocó que la cabeza de Rudolph se irguiera con una velocidad supersónica. Sus ojos se abrieron al máximo buscando con gran curiosidad el origen de aquel extraño ruido. Su expresión reflejaba una buena dosis de desconcierto. La verdad, debo confesarlo, es que tuve que hacer un especial esfuerzo por contener una carcajada que habría delatado mi espionaje y estropeado aquella broma inocente.
Muy poco a poco regresó Rudolph a la lectura se aquel documento, con dificultad manifiesta de concentración e interrupciones intermitentes de miradas de nueva búsqueda. Finalmente su atención volvió a concentrarse en la lectura cuidadosa del citado documento.
El segundo "Psst Psst" hizo que Rudolph se pusiera de pie como activado por un poderoso resorte, Caminó por el despacho tratando de encontrar no sabía qué. Movió las cortinas, se asomó a mi despacho por la rendija a través de la cual con seguridad me espiaba alguna vez, el muy canalla, pero la carencia de luz eléctrica y el haberme ocultado con oportunidad detrás de un archivero lo hicieron descartarme como opción.
Me reincorporé con cautela a mi puesto de observación y pude apreciar que en tres ocasiones intentó infructuosamente concentrarse y reanudar su lectura. Estaba en realidad inquieto, abrió la puerta de su despacho pero el pasillo estaba desierto. Se recargó en el archivero en que había yo escondido la grabadora. Pensé que desde ahí iba a descubrir el origen de aquella desagradable sensación de inseguridad, muy probablemente insoportable para quien se enorgullecía y vanagloriaba justo de lo contrario. Se llevó la mano izquierda a la cabeza y se presionó las sienes, como buscando extraer una solución inteligente. De repente la encontró y caminó hacia la puerta de entrada, a la que acercó su oído con precaución, y tomo con suavidad la manija de la puerta. Permaneció por un rato, inmóvil, en aquella ridícula posición, como aquellos mimos que en el parque, por unos minutos y por unas monedas, se convierten en estatuas de marfil. Con aquella estatura y aquella flacura, despeinado como estaba, la imagen era más que cómica, era ridícula.
Entonces llegó el tercer "Psst Psst" y Rudolph abrió con furia la puerta seguro de que encontraría "in fraganti" al autor de aquella fechoría. Pero nada, el pasillo continuaba desierto. Regresó con lentitud a su despacho con una expresión de frustración que muy pronto se fue convirtiendo en otra de ansiedad y coraje. De manera atropellada abrió los cajones de su escritorio y revisó con premura. Luego hizo lo propio con los cajones del archivero y, para sorpresa mía, no se percató de la presencia de mi grabadora, quizás porque la búsqueda fue precipitada o la ansiedad excesiva.
Se desplomó en su sillón. Su reflexión se clavó en un lejano punto imaginario. Sus ojos miraban en una dirección y su mirada en otra. Así permaneció algunos minutos, tratando evidentemente de calmarse y no perder el control, tal vez por primera vez en su vida. Su nombre, pronunciado desde el fondo de un pozo lo despertó y se reactivó en su rostro aquel gesto extraño de sorpresa mayor y desconcierto intenso que comenzaba ya a preocuparme. Era manifiesto el grado de desesperación que comenzaba a dominarlo, cuando hizo un claro esfuerzo por no levantarse y avivó sus cinco sentidos, poniéndolos, era claro, en posición de alerta extrema.
Al escuchar aquel horrible grito de ultratumba que inventé "BBBgggrrrrraouuussshhhhaaargggssdddhh". Rudolph se puso de pie de manera atropellada, con la celeridad del rayo prusiano, comportamiento similar al que habría asumido un soldado selecto del Tercer Reich ante la presencia repentina del Führer. No estoy muy seguro si chocó o no los tacones, pero sí recuerdo que su expresión era de inquietud extrema y de absoluta perplejidad. Ahora sí su mirada era de franco terror. Mi preocupación aumentó y estuve a punto de correr a confesarle mi inofensiva travesura. Se levantó con brusquedad y volvió a abrir la puerta, regresó, se asomó con premura atrás del archivero. Salió y casi corrió por el pasillo hacia el espacio donde escribía en máquina Griselda, la secretaria que nos daba servicio a ambos.
–¿No me ha buscado nadie?, preguntó.
–No, Nadie – respondió ella –¿Te sientes bien?, añadió extrañada.
–Jamás lo había visto en esa condición –nos comentó más tarde.
Rudolph regresó casi corriendo a su despacho, o mejor dicho al mío, que abrió con precipitación y encendió la luz, pero mi escondite era perfecto. Apagó y regresó al suyo, justo a tiempo de escuchar aquel "SOOYY–TTUUU–CCOONNCCIIEENNCCIIAA...Su rostro se alteró aún mas. No había duda, el origen de aquella pesadilla estaba dentro de su territorio o dentro sí mismo.
Al volver a asomarme pude apreciar una imagen desoladora que casi me hace arrepentirme de aquella aventura. Rudolph, desplomado en su sillón, despeinado, pálido, se puso las manos en los oídos al escuchar nuevamente el "psst, psst" y apretó su cara al escritorio.
Pero cuando escuchó aquel aquella fulminante acusación de "TRRRAAMMPPPOOSSSOO",se levantó aterrado, furioso, descompuesto. Se dirigió resuelto al archivero y, como si estuviese seguro de que ahí se encontraba la fuente de aquella pesadilla, sacó carpetas y folders, tirando algunos al suelo, hasta que encontró la grabadora infernal. Con rapidez encendí la luz de mi despacho y me fui a sentar y esperar con ecuanimidad, con expresión hipócrita y con la conciencia no digamos que tranquila.
Pasaron unos minutos que se me hicieron eternos. Se abrió de repente la puerta de mi despacho. Rudolph entró con mi grabadora en la mano y su mirada amenazante. Yo me incliné hacia atrás, reconociendo con una sonrisa mustia mi responsabilidad en los recientes acontecimientos. Con la corrección característica de un digno representante del "Civilized World", como ellos destacaban algunas veces, depositó con cuidado mi grabadora en mi escritorio, me miró fijamente y me lanzó aquella acusación fulminante:
–Eres un Kabron, un kabrón, eso sí es lo que tu eres, un KABRON.
Se retiró de mi despacho y se fue a casa. A partir del día siguiente éramos amigos como siempre y cuando alguien recordaba aquella broma que él mismo se encargó de difundir en toda la empresa, se sonreía e invariablemente me aseguraba:
–Un kabrón, eso sí es lo que eres, un KABRON.
En dos ocasiones, estando solos, se atrevió a preguntarme en voz muy baja
–¿Por qué incluiste lo de tramposo?
–Simplemente se me ocurrió, le respondí.
No me creyó. En la segunda me precisó
–Cuando uno no es el Jefe, a veces se ve obligado a realizar ciertas acciones, por instrucciones expresas de sus superiores, aunque no esté del todo de acuerdo con ellas. Un extranjero, Mario, no se puede dar el lujo de perder un buen empleo en un país en el que quiere permanecer.
Yo no sabía nada de aquello y no quería en realidad saberlo, así que tan sólo me encogí de hombros y me limité a sonreír.