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El agasajo de los opulentos

 

La música había degenerado en un ruido estruendoso. Los vinos de cosecha y el champagne fluían a caudales de una fuente inagotable y ostentosa. El Caviar de Persia y el Salmón Noruego eran devorados en porciones insólitas. Las mujeres, despampanantes, y por supuesto rubias, continuaban gradualmente haciendo su aparición con vestimenta brillante, joyas deslumbrantes, alardes amplificados y risotadas destempladas. Se trataba de otro desplante espectacular y grotesco. Los hombres, todos ellos sultanes y dignos representantes de la “Beautiful People”, se divertían, brindaban, se regocijaban, festejaban, en riguroso frac o esmoquin, su éxito insuperable en el año que justo esa noche concluía. Uno de los magnates presumía de la altísima rentabilidad de su red de  fábricas textiles, hacinadas de miles de obedientes, sumisas y baratas costureras; otro más, se jactaba de sus virtuosos y productivos aciertos recientes en los casinos de Las Vegas y en la bolsa de valores de Nueva York; uno más alardeaba de su estrecha amistad con los políticos más poderosos y relataba con qué facilidad y a qué bajo costo había conseguido sus últimas concesiones mineras en el norte del país; otro de ellos presumía el número de ocasiones en que su imagen había sido publicada durante el año que fenecía, en la racista revista social “Club”; el de por acá, envuelto en la nube de un puro gigante, se mofaba de su extraordinaria habilidad para actuar como interlocutor de funcionarios flexibles e inversionistas extranjeros ambiciosos y rapaces. Otros acaudalados por allá narraban sus extravagantes viajes por regiones exóticas y presumían sus invaluables trofeos de cacería en los safaris organizados por ellos mismos. Los dos grandes jerarcas de la comunicación audiovisual en el país se vanagloriaban de su inteligencia empresarial y de su sorprendente astucia para convertir la miseria y la difusión de la violencia en un gran super-negocio, jamás imaginado. Todos fanfarroneaban y se ufanaban de su suerte, de sus triunfos y de sus fortunas billonarias, que el siguiente año seguramente habrían de redoblarse.  

 

El bullicio y la algarabía se interrumpió sólo por un instante para que el anfitrión y su cuadrilla de íntimos recibieran en la biblioteca al malandrín gitano, prestigiado artífice de la hechicería, que debía aportarles el cofre secreto con aquella substancia innovadora y particularmente onerosa que según lo ofrecido los haría experimentar las más sublimes sensaciones y los llevaría a volar muy alto, muy alto, más allá de la estratósfera. 

 

Se trata de un compuesto muy poderoso y delicado, les advirtió el mensajero, deben tener un particular cuidado. Sólo puede consumirse en pequeñas dosis y muy despacio, de lo contrario pueden llegar a navegar por los linderos de la magia, pueden traspasar el precipicio del encantamiento. 

 

Estallaron las risotadas, le arrebataron el cofre, le tiraron al piso el importe acordado y lo corrieron de su mansión en medio de acusaciones de charlatán, merolico, embustero, engañador y farsante. Al distribuir la substancia prodigiosa entre los invitados contaron de la ridícula advertencia del hechicero, provocando todo tipo de burlas y de estridentes carcajadas.

 

El festín de los billonarios continuó hacia el clímax y terminó, como siempre, en una gran orgía desbordada y una borrachera generalizada en que todos, absolutamente todos, embriagados perdieron el sentido y, una vez más, el decoro y la vergüenza. Sin embargo, en esta ocasión el desenlace fue diferente; la nueva droga tuvo un efecto devastador. Al amanecer se apoderó el pánico de los potentados y sus odaliscas, al percatarse de que todos ellos se habían convertido en simples abejas. No podían creerlo. Su primer impulso fue el de correr desesperados en cualquier dirección del laberinto pegajoso, pero todo esfuerzo para abandonar la colmena y regresar a su fiesta inolvidable, resultó infructuoso. Lloraban, se abrazaban, querían gritar, encontrar a ese alguien a quien sobornar, a quien explicar quiénes eran ellos, con quién negociar al menos la función de zánganos, pero nadie les escuchaba y de sus gargantas sólo brotó un zumbido apagado. Reconociendo sus alas, trataron de volar y escaparse para siempre de esa brutal pesadilla, de ese panal maldito, pero súbitamente fueron arrasados por cientos de abejas obreras que los obligaban a su mayor desgracia y su gran terror: trabajar.

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