Mario López Espinosa
El cajón de pan
Guardaba mis comisiones del día en el escondite de mis sueños. Aquel cajón de pan fungía tan sólo como depósito de mis ahorros, que al llegar a cierta cantidad me permitirían renunciar al denigrante empleo de vendedor de ratoneras, casa por casa, y gritarle a mi arrogante patrón, que su cruel explotación de mi esfuerzo concluía para siempre. Aquel cajón nunca cumplió, en realidad, su función prevista, pues yo había retirado al pan como parte integral de mi dieta desde hacía ya varios años. Efectuaba pues, el guardado rutinario cuando escuché el timbre de la puerta, lo que me sorprendió ya que desde hacía un buen tiempo nadie me visitaba. Era mi nueva vecina, que con amabilidad empalagosa venía a ponerse a mis órdenes. Una mujer rolliza, ya mayor, de expresión agradable y ojos dulces. A partir de ese día me resultó imposible deshacerme de ella, cuando no me compartía algún postre exquisito, ofrecía hacerme alguna compra en el mercado o me enteraba de algún acontecimiento relevante en el vecindario. La verdad es que me tenía abrumado de atenciones que yo no me atrevía a rechazar. Algunas veces deslizaba alguna tarjeta por mi puerta deseándome una día pleno de alegría o pegaba en la entrada alguna estampa o imagen que estimaba muy bella e incluso un poema siempre cursi, pero sin duda bien intencionado. Al dejar la ciudad por tres días se ofreció con gentileza regar mis plantas, lo cual acepté agradecido. Al regresar, el conserje me recibe con la noticia de que mi vecina, ante la muerte repentina de su padre, se vio obligada a mudarse el día anterior. Entro a mi casa confundido, pero aún entusiasmado porque las nuevas comisiones me permitirían llegar al importe deseado. Abro el cajón del pan y ¿qué me encuentro?: ¡Otra vez la vecina! Mi caja fuerte estaba llena de pan y de una flor muy bella, en remplazo de mis sueños.