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Ay, ustedes los mexicanos...

Fue durante una de aquellas reuniones fascinantes que habíamos decidido celebrar cada dos meses en la Universidad de Essex, una universidad relativamente moderna, instituida apenas en 1966 justo en Colchester, la ciudad más antigua de Inglaterra, fundada como Camulodunum, en el año 25 Antes de Cristo.

Con cierta periodicidad el excelente Centro de Estudios Latinoamericanos acogía a este grupo heterogéneo que denominamos Grupo México-Europa, formado por algunos mexicanos que por razones de trabajo o estudio vivíamos en Gran Bretaña, e incluso dos o tres que radicaban en algún otro país cercano, pero también por varios europeos, sobre todo ingleses, que tanto en el ámbito académico, como en el de dependencias gubernamentales, sector empresarial y sistema financiero, se habían ganado el reconocimiento como expertos en América Latina.

 

Todos ellos interesados, y algunos de ellos hechizados por México. Y fue precisamente en tal calidad, la de comprometidos con México y su relación con Europa, que participábamos en aquellas sesiones interminables. La representatividad institucional no tenía en esos encuentros el menor sentido y mucho menos significado. El Embajador de México participaba como simple economista, y en realidad a nadie le importaba su cargo diplomático. Llegó a participar incluso un funcionario del Banco de Inglaterra y jamás se le ocurrió asumirse como portavoz de su institución. Tampoco lo hacían los académicos y los funcionarios bancarios.

 

La libertad de expresión y el trato entre pares prevalecieron en todo momento en esos debates de recinto académico, con esa solemnidad informal que sólo los ingleses saben darle a sus encuentros universitarios.

 

Y así saltábamos de un tema a otro, sin que mediara programa previo. Aquel que quería exponía algún tema de supuesto interés colectivo. Le escuchábamos con respetuosa atención y después se abría la discusión sobre lo expuesto, dando entrada a una genuina y espontánea expresión de la dialéctica.

Pasábamos de analizar el tema del sustento y particularidades del sindicalismo mexicano, a la invaluable transferencia de inteligencia hacia México por parte de la República Española: de los riesgos, oportunidades y perspectivas de un acuerdo de libre comercio con América del Norte, a lo inútil, intrascendente y oneroso de las Comisiones Mixtas de Cooperación entre México y la mayoría de los países europeos. De la naciente democracia en México, al despotismo “ilustrado” de Doña Margaret Thatcher; de la calidad e influencia determinante del educador Jaime Torres Bodet, a las restricciones no arancelarias que obstaculizaban las exportaciones mexicanas de productos tradicionales hacia Europa. De la crisis de la deuda y de las nuevas propuestas para que México pudiera evitar la moratoria, al valor y la influencia literaria de Juan Rulfo, tema que, por cierto, se prolongaba algunas noches en un Pub clásico en Colchester del que nos hicimos parroquianos, cuando, después de quizás demasiados brindis por México y por cada uno de los países europeos, escuchábamos narraciones impecables del ilustre profesor Emeritus de literatura de la Universidad anfitriona Gordon Brotherston, que afirmaba que Rulfo era el más grande escritor hispanoamericano de todos los tiempos, y quien se llamaba a sí mismo “El más Grande Admirador de Juan Rulfo que Jamás Hubiese Existido”, y que conocía, por cierto, el Pedro Páramo prácticamente de memoria.

 

Encuentros siempre placenteros, enriquecedores y casi siempre prolongados, que concluían, también siempre, apenas unos minutos antes de que se cerrara el comedor de profesores. Acondicionado, por cierto, en una casona típica inglesa, esa sí verdaderamente antigua y bellísima, a la que solíamos arribar con particular premura después de caminar uno quinientos metros por un bosque típico inglés, cercano a un cementerio. Y fue precisamente en una de esas caminatas que se presentó la anécdota que quiero narrarles.

Para ubicar mejor el contexto debo mencionar tan sólo que estos inolvidables encuentros se daban en Inglaterra mientras en México Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo habían formado dentro del PRI aquel grupo rebelde que denominaron “Corriente Democrática”.

Caminábamos pues por aquel paraje con la intención de deleitarnos con los “manjares” ingleses, de platillos muy tradicionales, que, por cierto, yo nunca fui capaz de terminar. Un gran amigo de ese entonces, Lawrence Whitehead, del Colegio de Graduados de Nuffield en la Universidad de Oxford y Presidente del Consejo Científico del Instituto de las Américas en París, sin temor a equivocarme, el académico inglés con mayor conocimiento de la realidad política y económica de México, le preguntó a Daniel Dultzin, en esa época Consejero Económico de la Embajada de México en Francia, que venía a mi lado, también gran amigo mío:

Oye Daniel. Tú que piensas de lo que acaban de declarar a la prensa ayer Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo en el sentido de incorporar en la normatividad del PRI una disposición que obligue a los aspirantes a la candidatura del partido para la Presidencia de la República a presentar su renuncia cuando desempeñen un cargo público dependiente del Ejecutivo, con el fin de que dispongan de una libertad efectiva para mostrarse tal como son y tal como piensan.

Daniel asumió una actitud muy docta y con la voz de un experto que se muestra paciente, le respondió:

Pues mira Lawrence... Esta es una clara iniciativa en contra de la facultad cuasi–dictatorial de que dispone el Presidente de México para designar a su sucesor. Una acción en contra del llamado “Dedazo”, y yo me pregunto por qué Cuauhtémoc Cárdenas cuando fue designado con el mismo procedimiento como Candidato a Gobernador de Michoacán, no protestó contra el “Dedazo”. Por otra parte, a Porfirio Muñoz Ledo quien fue en los 70’s Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI tampoco se le ocurrió semejante “ocurrencia”. ¿Por qué? Me parece, en resumen, que lo que han dicho no tiene validez.

Yo debo confesar que aquella respuesta, si bien en la forma me dio la impresión de sonar un poco petulante, en el fondo, que en última instancia es lo que siempre más importa, me pareció atinada.

Fue entonces que “Lawrence de Oxford” disparó aquel misil fulminante sin misericordia alguna, que dio justo en el centro de la línea de flotación de nuestra seguridad, al menos de la mía, y que lastimó de manera casi irreversible mi fervor patriótico.

Ay... Daniel, ustedes los mexicanos siempre hablando de las personas y casi nunca hablando de las ideas. No te pregunté qué pensabas de Cuauhtémoc Cárdenas y de Porfirio Muñoz Ledo, te pregunté qué pensabas de lo que ellos decían.

Todavía me cimbra el sonido de aquellas palabras, cuya exactitud y sustento me ha más que demostrado la experiencia y lo ha seguido haciendo hasta la fecha en que escribo este relato. En éste mi México en qué bien podríamos decir: Dime quién lo va a decir y yo te diré desde ahora qué tanto valdrá lo que va a decir

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