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Soy un cobarde

 

 

Gerardo se contempló en el espejo y se dijo: —Si, en efecto, soy un cobarde. Es importante reconocerlo, pero continúo sumergido en este mar de confusión. Sigo siendo presa del hechizo. Ya no soy quien pensaba ser  y mi plan de navegación, tan cuidadosamente ponderado, parece no tener ya brújula, compás ni puerto de destino.  

 

Y todo por esa gitana, –respondió la imagen del espejo –esa gitana pobre; dos peculiaridades que serían, sin lugar a dudas, impugnadas por esa sociedad refinada a la que suponías ya pertenecer; dos atributos que no figuraban en tu estrategia para avanzar hasta la cima del poder y la opulencia, a la que tenías previsto aproximarte con mayor celeridad al desposarte con una de las princesas herederas del imperio financiero en que gravitas, o más bien en que gravitabas.

 

Lo sé, replicó Gerardo. Pero es que esa gitana del paraguas amarillo me miró en el fondo, con esos ojos dulces que conjugan la profundidad y la melancolía con un misterio provocador, y como un relámpago su mirada me embrujó con el misticismo de un encantador de serpientes. Esa mirada que no puedo ahuyentar de mis pensamientos, esa mirada en ocasiones apacible y seductora, en otras altanera y orgullosa, y en otros momentos imprevistos, enigmática y soñadora. 

 

Y ya no sabes qué quieres, replicó su imagen, la envidiable seguridad del dominante y pretencioso “joven con gran futuro” se ha desmoronado. Tú, que siempre magnificabas el control de lo imprevisto, ahora aceptas embelesado que Cervantes tenía razón al afirmar que “el amor es invisible y entra y sale por donde quiere sin que nadie le pida cuenta de sus hechos". Así es, el amor llega y se va cuando le da la gana. Tres veces la has visto y tres meses sólo piensas en ella a cada instante. Deambulas como un fantasma extraviado y a veces como un espectro. Te sientes emboscado. Y ahora, como un cobarde, tan solo esperas a que el amor decida voluntariamente anunciar su retirada.

 

He aprendido, dijo él, que el hombre puede programar, y algunas veces decidir, con quién hacer el amor, pero no de quién va a enamorarse. Qué habrá introducido en esa pócima que seguramente me hizo ingerir en algún descuido. Es probable que haya sido en aquella extraña ofrenda del vino. Qué extraño sortilegio hizo activar esta gitana para vencer en mi toda resistencia. Yo, el financiero brillante y prometedor,  ya no soy capaz de calcular siquiera una simple tasa interna de retorno, porque su sonrisa fugaz se entromete entre cada cifra. Esa sonrisa exquisita que cautivó mi espíritu de mosquetero aquella tarde, en que con alta probabilidad festejaba la culminación del embrujo. Esa sonrisa que tiene la magia de al dibujarse hacer desvanecer todo a su alrededor. 

 

Cómo fue, preguntó la imagen, que ese maleficio hizo esfumarse al hombre de finanzas pragmático y calculador, al joven profesional altivo que todo podía controlar a su antojo. Y ahora no encuentras más opción que esconderte, grandísimo cobarde, rogándole a los dioses que el amor decida viajar pronto hacia otros lares, rompiendo con ello el encantamiento y devolviéndote tus sueños de grandeza.

 

Y no tengo la certeza, al menos, agregó Gerardo, de si en algún momento transito en sus pensamientos, y no sé siquiera si le inquieta mi desventura. No sé si tan sólo lo hace como una aventura para jugar con mi locura, para divertirse con mi desventura. Quisiera preguntarles a sus cartas hasta cuando, pero no, no, no me atrevo, porque pienso que antes de perderla prefiero vivir eternamente atormentado. 

 

Vaya encrucijada sombría. El experto en soluciones únicamente podía invocar el exorcismo del tiempo. Tenía terror de que el amor no se fuera nunca y de que tratar de ahuyentarlo solo contribuyera a consolidar su arraigo. Tenía miedo y, sonriendo nervioso, como hipnotizado, como en obediencia de un mandato de hechicería, caminaba lentamente, protegiéndose de la lluvia con aquel paraguas amarillo que ella le obsequió para que no la olvidara nunca; avanzaba Gerardo vacilante y amedrentado hacia el irresistible y tantas veces soñado cuarto encuentro con aquella mirada. 

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