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Un reencuentro con su pasado y la igualdad de género

 

Abrió las cortinas de la ventana y se sorprendió de que aquella vista en realidad no había cambiado tanto en veinte años. Tuvo la sensación de que había transitado en el tiempo. Era un día de gratos encuentros con su pasado. No podía creer que había permitido transcurrir dos décadas sin regresar a su pueblo natal, sin convivir físicamente con sus padres, sin encontrase con sus amigos, sin caminar por aquellas veredas que ahora contemplaba con gran nostalgia desde su habitación, que había permanecido intacta, tal como la abandonó aquella tarde de verano que decidió lanzarse a conquistar el mundo, justo el día en que cumplía también veinte años.

 

Qué agradable sensación de refugiarse otra vez en su guarida, como él la llamaba. Esa cama angosta pero acogedora, ese escritorio antiguo que le había heredado el abuelo, sus fotos, sus dos trofeos, sus libros, que seguramente fueron los principales culpables de que se atreviera a la osadía de recorrer tantos países como nunca imaginó. Escudriñaba en los cajones, avivando los recuerdos. De repente se topó con una fotografía de Adelina, la novia del bachillerato que abandonó engañándola con el cuento de que regresaría en un mes. Sabía bien que su aventura no tenía vuelo de regreso pronosticado y así es como lo quería.   

 

Le parecía increíble pero aún recordaba el número de teléfono de su casa, quizás porque le llamó diario por casi tres años, los últimos de su noviazgo. No volvió a establecer contacto con ella por ningún medio. Muy probablemente en aquel entonces él pensaba que era mejor que ella lo olvidara e hiciera su vida sin considerarlo en absoluto. Adelina era una chica muy atractiva, además de inquieta y talentosa. Cada día aumentaba su capacidad crítica y su actitud rebelde. La recordaba siempre con mucho cariño y algunas veces hasta la extrañaba. Tan sencilla y diferente a todas las mujeres con que se fue vinculando a lo largo de su travesía. 

 

Lo pensó tres veces y decidió llamar. Respondió su madre, quien le informó que se encontraba en su oficina, pero que podría llamarle al número de su teléfono móvil. Estaba segura, le dijo, que para ella será una sorpresa muy agradable. Se armó de valor e hizo la llamada. La conversación se dio más o menos así:

 

– ¿Delfina?, Soy Elmer.

 

 – ¿Elmer?, ¿Cuál Elmer  

 

 – Elmer Saavedra, tal vez me recuerdes, fuimos novios hace algunos años

 

–  El-mer Saa-ve-dra, pero no puede ser, yo estaba segura de que habías sucumbido en algún ataque terrorista del Medio-Oriente. Mira que no fueron “algunos años”, fueron veinte años de aquella fecha en que simplemente desapareciste, te esfumaste, como suelen hacer buena parte de tus congéneres. Pero en realidad ya no importa. A las nuevas mujeres ya no nos preocupa ni nos inquieta, cada vez necesitamos menos de los hombres.

 

Sí, verdad. Creo que tenemos mucho que contarnos. ¿Por qué no comemos o cenamos Delfina? Me dará un gran gusto verte y conversar contigo.    

 

– Pues… creo que es una idea que puede resultar interesante.    

 

¿Te parece que pase por ti a tu casa? Tengo el auto de mi padre. 

 

¿Pasar por mi?   Pero qué te pasa, ¿Estás loco? ¿Me crees una inválida, una incapaz? Nos vemos a las ocho en el Restaurante El Bodegón.

 

Delfina colgó y Elmer permaneció más desconcertado que callado.  

 

Diez minutos antes de las ocho estaba ya sentado junto a una buena mesa, disfrutando de su cerveza favorita de aquellos tiempos.

 

Vio entrar a Delfina llegar al restaurante, más guapa que nunca, con unos pantalones blancos ajustados y un bléiser azul claro, caminando con gran seguridad y prestancia. Le dio un gran gusto verla, se saludaron con un beso en la mejilla y un abrazo prolongado. 

 

Qué placer verte Délfin, – e dijo, como acostumbraba llamarle.

 

El placer es mío, –respondió ella y añadió, –Veinte años y estás igual. No cabe duda de que las que nos acabamos somos las mujeres. Ah, y por favor, no me llames Délfin, me parece muy cursi. Mi nombre es Delfina.

 

Daniel retiró la silla para invitarla a tomar asiento.

 

Qué te pasa, replicó ella, qué, ¿me vas a quitar la silla?

 

No, dijo Daniel, le retiraba sólo para que pudieras sentarte.

 

Eso lo puedo hacer yo perfectamente mi querido amigo, respondió.          

 

Cuéntame, dijo ella. Qué es de tu madre, aquella pobre mujer esclavizada por tu padre. ¿Todavía vive?, si es que a eso se le puede llamar vivir.

 

Pues sí, todavía, por fortuna. contestó Elmer, No sabes el gran placer que me ha dado volver a verla.

 

Me imagino, dijo ella, ahora tienes nuevamente quién te lave la ropa y te haga de comer.

 

Elmer suspiró y le dijo: –Porqué no mejor tú me cuentas de tu trabajo, de lo que has hecho todos estos años.

 

Uff, mi trabajo, pues como el de todas las mujeres del mundo, aburrido, mal pagado, mal reconocido y siempre sorteando el acoso de los hombres, que son los que imponen siempre las reglas de juego.

 

–Pues fíjate que yo, en cambio, he tenido la suerte de desempeñar un trabajo cada vez más interesante y con una oportunidad creciente de ayudar a los demás.

 

Claro, eres hombre. Y por favor no me vayas a lanzar la letanía de tu gran trayectoria profesional, como hacen todos los hombres. Eso a mí me aburre como no tienes idea.

 

Tienes razón, cambiemos de tema. ¿No te has casado?

 

¿Yo? ¿Casada? –replicó Delfina, abriendo exageradamente los ojos. –Estaría loca. Ya me veo yo lavando ropa, cuidando niños y protegiendo el patrimonio de un hombre explotador y violento, como es la costumbre. No querido. Yo soy una militante activa de diversos movimientos de defensa de la mujer. Me casé con el feminismo. 

 

No me digas, qué bien. Yo también formo parte en Suecia de una organización que lucha por la igualdad, por la igualdad de género y por la igualdad social. 

 

No, Elmercito, esas organizaciones mixtas no sirven. Los hombres siempre se apoderan de los puestos directivos y terminan decidiendo todo. La igualdad en poder de los hombres, Ja, Ja, la Iglesia en manos de Lutero.

 

¿Y no te ha interesado participar en la política? Es manifiesta tu capacidad combativa y tu interés por transformar la realidad.

 

¿La política? Qué disparate, la política sólo sirve para que los hombres se hagan cada vez más ricos, sin justificación alguna, y también para perpetuar el sometimiento de las mujeres. Esto ha sido así desde que yo estaba en la primaria.  

 

Por cierto, yo guardo un recuerdo muy agradable de nuestra escuela.

 

Claro tú eres hombre, pues yo no recuerdo nada agradable de aquel entonces. Los canallas maestros tratando siempre de persuadirnos a las niñas de aceptar el rol que por siglos los propios hombres nos han injustamente impuesto. Nos preparaban para obedecer, trataban de convencer a las niñas de que nuestro destino era transitar de la dependencia paterna a la dependencia conyugal, sin opinar y sin actuar jamás.

 

Coincido contigo en algunos planteamientos, pero no todos los hombres piensan igual Delfina, al menos no en todo el mundo.

 

¿Qué dices? Todos Elmercito, ¡todos son iguales! Y no me vengas con el cuento de que tú eres diferente, y de una vez te advierto que, a mí, no me vas a llevar a la cama, por muy letrado y mundano que te sientas.

 

Pues, la verdad no era mi intención, sólo quería conversar contigo.

 

Sí como no. Eso dicen todos, pero no piensan en otra cosa.

 

Sabes, dijo Gregorio, yo tengo una novia, a la que adoro.

 

–Y a la que engañas cada vez que se te presenta la oportunidad. Estoy segura. Todos son la misma escoria.

 

Un hombre fornido, de cabello muy negro y sonrisa explosiva, con vestimenta de mesero, se acercó bruscamente y lo rescató de aquella situación que comenzaba a exasperarle.

 

¡Elmer! gritó. ¿Eres tú?

 

Él volteó y su rostro se llenó de alegría al confirmar que se trataba de aquel muchacho que por muchos años fue su mejor amigo, el hijo de la mujer que ayudaba a su madre y que él llamaba “Nani”, con gran cariño. Se incorporó súbitamente y le dio un gran abrazo y le plasmó un beso en la mejilla.

 

Gregorio, hermano, gritaba Elmer. Qué súper gusto. Qué es de tu vida.

 

Pues trabajo aquí desde hace ya varios años, como mesero.

 

Tenían veinte años de no verse, el regocijo de ambos era evidente. De súbito se le vinieron encima a Gregorio las vivencias y las aventuras que disfrutaron juntos durante su infancia y su adolescencia.

 

Y está linda chica, ¿es acaso tu novia?, preguntó Gregorio.

 

Por supuesto que no, corrigió de inmediato Delfina. ¡Brincos diera!

 

Elmer simplemente la ignoró –Es tan solo una antigua compañera del colegio agregó; pero nosotros debemos reunirnos, tenemos tanto de que hablar.

 

Mañana es mi día de descanso, qué tal si vienes a comer a la casa, así conocerás a mi esposa y a mis dos hijas. Son una maravilla.

 

Encantado, replicó Elmer. ¿Dónde nos vemos? ¿A qué hora?

 

Yo paso por ti a las dos de la tarde.

 

Perfecto, ¿sabes dónde?

 

Cómo eres burro, dijo Gregorio riéndose, se te olvida que, durante mis primeros quince años, tu casa fue mi casa.

 

Se dieron un segundo abrazo afectuoso y se despidieron.

 

Delfina estaba ciertamente indignada y molesta. Lo miró fijamente y le dijo.

 

No te das cuenta de que me estás poniendo en evidencia, uno no viene al mejor restaurante de la ciudad a abrazarse y besarse con los meseros. No somos iguales. Ustedes los hombres no tienen la menor conciencia de la diferencia de clases.

 

Elmer apoyó los codos sobre la mesa, apoyó su cara sobre los puños entrelazados y la miró complaciente, con una mirada de resignación. La siguió escuchando por unos veinte minutos más hablar sin parar sobre la lucha feminista y la violencia de género, quejándose de su condición de mujer y criticando a los hombres, culpables únicos de todas las calamidades del planeta.

 

De improviso, Elmer, realmente exhausto, la interrumpió y le dijo:

 

Sabes Delfina, creo que es buena hora para partir, mañana tengo cosas importantes que hacer y todavía no me he acomodado al nuevo horario.  Llamó a un mesero y le dijo:

 

Amigo, me puede dar mi cuenta por favor.

 

¿Su cuenta?, la cuenta de ambos quiere decir, ¿verdad?

 

–No, de ninguna manera, sería una ofensa imperdonable para la señorita. Ella le pedirá la suya cuando estime conveniente retirarse. Deme sólo mi cuenta y agregue un veinte por ciento de propina, por favor.  

 

Delfina se quedó petrificada, pues jamás le había sucedido algo semejante y sabía bien que no llevaba consigo suficiente dinero y tampoco una tarjeta de crédito, las cuales ella detestaba pues las consideraba otro instrumento más de dominación por parte de los hombres. Ella recibía incontables invitaciones a comer y a cenar, pero jamás alguien se había atrevido a inferirle semejante descortesía.

 

Comenzó a buscar con desesperación en su bolsa, sabiendo que no encontraría lo que infructuosamente buscaba. 

 

Soy un burra, dijo, creo que he olvidado mi cartera. Con las prisas y mi decisión de no llegar tarde seguramente la dejé en el otro bolso.

 

Búscate bien, estoy seguro de que la encontrarás, –dijo Elmer mientras indicaba los números de su tarjeta en el dispositivo electrónico que le trajo el mesero.

 

No, definitivamente no la traigo, –replicó Delfina, con una mezcla de nerviosismo y malestar, –Ya busqué bien. La cartera no está. Soy una tonta.

 

Elmer la miraba sin inmutarse. Se incorporó con parsimoniosa tranquilidad y mientras se ponía el saco, le dijo como susurrando:

Te voy a dar un consejo. Déjales tu reloj. Es como nosotros hacemos. 

 

Elmer se despidió besándole la mano y diciendo: –Fue muy grato y aleccionador volver a verte Delfina. Disfruta de la vida, que también tiene su momentos agradables. –Se dio la vuelta y partió. 

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