Mario López Espinosa
Una lección en el casino
Sucedió un viernes de verano en el Casino del Hotel Crowne Plaza San José Corobici, de la ciudad capital de ese pequeño oasis de la tierra, al que Dios premió con un pedacito de cielo y que la gran mayoría de los habitantes del planeta conocen como Costa Rica.
San José estaba vestido de fiesta aquella noche, celebraban los Ticos el Festival de la Luz y decidí rechazar la invitación a uno de los festejos para complacer mi debilidad de jugador furtivo, pero ocasional. Me atraía, y confieso que me sigue atrayendo, jugar al BlackJack, quizás porque suelo hacerlo cuando me encuentro en otro país que no es el mío.
Debo reconocer que, en efecto, me gusta jugar, y para ser más preciso me gusta arriesgar, más que ganar. Me estimula y me provocan los momentos y circunstancias en que el talento puede influir en alguna medida a reducir el riesgo. Activar una máquina o lanzar los dados para que ella o ellos sean los que jueguen me parece aburrido, tan sólo digno de los que están habituados a no pensar mucho, que no son pocos por cierto. Si bien es verdad que no precisamente me obsesiona ganar, no lo es menos que tampoco me apasiona perder. Por lo general suelo ponerle un límite a mi posición de riesgo, que más bien lo determina el importe que considero es el precio que debo pagar por divertirme haciendo algo que en realidad me gusta, hasta que el tiempo, que fijé al inicio, me notifica que se acabó el juego o bien antes, cuando la pérdida de la ultima ficha me indica que terminó la diversión. Hasta ahora he respetado el pacto, quizás porque siempre he tenido algo relevante que hacer temprano al día siguiente.
Pero me estoy desviando hacia las reflexiones, cuando mi intención era compartir una de mis vivencias.
Me encontraba pues en la mesa del BlackJack. El primero a la derecha era un ciudadano de California. Siempre me cuesta trabajo encontrar el gentilicio adecuado. Es claro para mí que nosotros los mexicanos somos también norteamericanos, como también lo son los canadienses, y más difícil me resulta cuando pienso que California está repleta de norteamericanos que son de México. Bueno, pues, digamos entonces que era un norteamericano, de origen anglosajón, de California, sin duda simpático e incluso agradable, con buen nivel de cultura, de esos que están siempre como disculpándose de ser de donde son.
A un lado del Estadounidense se desbordaba una gran dama venezolana que radicaba en San José, ciudad a la que por cierto no perdía ocasión de criticar, lo cual debo reconocer que me incomodaba seriamente, al grado que en dos ocasiones salí en su defensa con dos comentarios, irónico uno y burlón el otro, pero ambos con la manifiesta intención de molestarla, en revancha por la osadía de criticar una de mis ciudades predilectas.
Yo era el tercero en la mesa. La silla contigua, a mi izquierda, la ocupaba un Chileno, de esos “Made in USA”, con MBA en la Universidad de Chicago y sepetecientos diplomas de cursos y seminarios en diversas ciudades de la Unión Americana. Un Chileno de los nuevos, que más que neoliberal es un neoargentino, de esos de Buenos Aires. Debo reconocer que ya como a las dos de la mañana, cuando los Whiskies habían cumplido con su mandato, y una vez que se cansó de levantar la ceja, y se dio cuenta de que no hacíamos mucho caso de sus comentarios pretenciosos, nuestro colega Chileno se convirtió en un agradable compañero de juego.
El siguiente era uno de aquellos tantos holandeses que decidieron invadir Centroamérica después de las épocas de Guerrilla, con la encomienda de montar, con el generoso financiamiento de las agencias bilaterales europeas de cooperación para el desarrollo, elegantes organizaciones de la llamada sociedad civil para indicarles infructuosamente a los locales cómo es que podrían superar el subdesarrollo con las recetas de los exitosos países avanzados.
Y al extremo de la izquierda, en la posición que suele ser la más controvertida, disfrutaba un Chino alegre, de unos 40 años, que meditaba con seriedad cada una de sus decisiones.
En la jugada en que se suscitó el evento que me interesa narrar, la chica “Dealer” que representaba al Casino y hacía la repartición de las cartas, se había dado un 6, que, como saben los que conocen el juego, es la peor carta para “La Casa”, pues incrementa de manera considerable las posibilidades de que se exceda del deseado 21 y pierda en favor de los visitantes, que insisten en no reconocer que “La Casa gana siempre”.
El Californiano se plantó con 14, con un 9 y un 5, seguro de que habría de ganar.
La frondosa y criticona mujer Venezolana recibió un 6 y un 5, con lo que con especial gusto dobló la apuesta y dio un salto alegre al recibir un 9 y hacer 20. Había hecho una apuesta inicial fuerte, y ya calculaba su jugosa ganancia con una gran sonrisa.
El Chileno levantó su mano en señal docta de “No más” y permaneció con un 10 y un 4. A mi me llegó un 7 y un 6, así que me planté con 13. El “experto” Holandés recibió un 8 y un 4 y también se quedó.
–Por supuesto que ni una carta más, – respondió a la pregunta de la Dealer. –Mi 12 es más que suficiente – dijo con aire de gran conocedor.
De manera muy, pero muy extraña, no había salido una sola figura, ni un Joto, ni una Quina ni un Rey. Las cartas más probables no habían hecho su aparición, lo que aumentaba aún más nuestra posibilidad colectiva de ganar.
Faltaba sólo el Chino, que, con un 9 y un 8, estábamos seguros todos de que pasaría. Sin embargo, el Chino se quedó muy pensativo, ante la expresión de gran sorpresa de todos nosotros.
–¿Quiere carta? –le preguntó la chica.
El Chino continuó meditando.
Nos veíamos los demás entre sí, opinando con nuestra expresión: "¿Pero éste loco qué piensa?"
–¡No puede ser!, se atrevió a mascullar la Venezolana. Ya tiene 17, nadie pediría una carta más, Nadie.
El Chino estaba impávido. Todos nosotros a la expectativa. Levantó lentamente la mirada hacia la Dealer, que también mostraba una cara de absoluto desconcierto, y pronunció con tranquilidad la palabra fatídica:
–“Otla”.
Los ojos de todos se abrieron al máximo.
La chica obedeció y le entrego una Dama. El Chino se pasó y perdió. Ella abrió su segunda carta que era un Rey, con lo que hacía 16. Abrió muy despacio la tercera, que para brutal decepción de todos era un 5, y con 21 nos ganó a todos.
Se pueden imaginar el estallido general de descontento.
–¡Oh My God! –dijo el Californiano.
–¡Pero, no es posible!. –grito el Chileno, –se habría pasado la casa.
Se oyó una maldición en holandés que nadie entendió, pero todos comprendieron.
La Venezolana se jaló los cabellos mientras alegaba:
–Este tipo es un Majunche, hubiéramos ganado todos.
Yo me limité a decir con discreción: –¡Porca Miseria!
El Chino continuó con su expresión impasible y mirando a nadie dijo:
–No, si yo sé bien que tuvo mal, pelo e que fui caplichoso.
–“Fui Caplichoso” –repetimos todos –Fue caplichoso. –Y estallamos en una carcajada colectiva.
Evidentemente nuestro regocijo colectivo significaba que habíamos perdonado al Chino y a partir de ese momento se inició una gran velada, plena de risas, de bromas y de diversión. Cada vez que alguno fallaba al pedir una carta adicional, aclaraba “E que fui caplichoso”. Los brindis por y con nuestro colega Chino se repitieron una y otra vez. Él también se mostró muy contento.
Debo reconocer que aquella fue una de las lecciones trascendentes que he recibido en mi vida. Cada vez estoy más convencido que nuestro célebre amigo Chino tenía razón. No siempre se debe actuar con fundamento en la sensatez y la lógica. Es muy importante, de vez en cuando, cometer locuras, tomar riesgos, atreverse a desafiar a la prudencia. Debo reconocer que he seguido su consejo en diversas ocasiones con buenos dividendos, y cuando las cosas no han salido del todo bien, me he limitado a sonreír y decir:
–“E que fui caplichoso”.