Mario López Espinosa
Una lección en Moscú
Sucedió hace muchos años, cuando acompañaba en otro de sus viajes al Arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, uno de mis grandes maestros, y tal vez el primero que me entregó su confianza como si nada y se arriesgó conmigo.
Estaríamos varios días en una visita oficial en Moscú, la capital de la entonces Unión Soviética, y se nos cruzaba el invierno y un fin de semana. No profundizo en las razones y detalles de nuestra visita para no divagar ni alejar el relato de aquella gran lección que quiero compartir con ustedes.
El hecho es que un funcionario del Gobierno nos preguntó el viernes sobre lo qué deseábamos hacer el fin de semana y de cómo podrían asistirnos. Le dijimos que en breve se lo haríamos saber.
–Seguramente tratarán de limitarnos. –nos dijo el Arquitecto. –La censura hará su aparición y tratarán de que visitemos tan sólo lo que ellos quieren que veamos.
–Y, en particular, querrán seleccionar con quiénes podemos hablar y evitar que hagamos preguntas incómodas, –agregó Pedro, el hijo del Arquitecto que nos acompañaba.
–Por supuesto, –respondió su padre, pero se van a llevar una sorpresa.
Nos dirigimos con paso firme y actitud desafiante hacia aquel funcionario amable que esperaba nuestra respuesta. Era el único que hablaba francés, por cierto.
–Traduce, me dijo Don Pedro, y dile con toda claridad a este ilustre caballero que lo que queremos hacer ya lo iremos decidiendo en su momento y que únicamente requerimos del apoyo de un automóvil y de un chofer.
–Perfecto. –respondió el funcionario con una sonrisa en verdad agradable, –les pregunto tan sólo si les agradaría que los acompañara un interprete de ruso-español, por si desean conversar con alguien que no comprenda los idiomas que ustedes dominan.
–No quisiéramos distraerlos en los días que no son laborables, –le manifestamos un poco desconcertados.
Les puede acompañar este joven que estudia en la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos. Él mismo se ha ofrecido
Aceptamos agradecidos y un poco apenados por haber sido tan desconfiados. Quedamos de vernos al día siguiente a las diez de la mañana.
–Usted avance por donde quiera, ya le iremos haciendo indicaciones en el trayecto. –le pidió el Arquitecto al intérprete que tradujera al chofer.
–Ahora dé vuelta a la derecha, ahora a la izquierda, siga de frente…
En realidad nunca lo comentamos pero estoy seguro de que íbamos buscando los tres manifestaciones de extrema pobreza y de extrema riqueza. Después de casi dos horas aceptamos con ciertos aspavientos haber fracasado en nuestro intento. No encontramos ni la una ni la otra.
–Puede detenerse frente a ese edificio muy alto gris, dijo Don Pedro, Nos gustaría intentar conversar con quien habite en alguno de los departamentos del tercer piso. ¿Será posible?
–Por supuesto, –respondió con amabilidad nuestro intérprete y guía.
Tocamos una puerta al azahar y el estudiante transmitió nuestra petición. Nos invitaron a pasar de inmediato. Entramos y conversamos. Fue una experiencia estimulante y particularmente agradable. Avanzamos en el experimento. Visitamos siete edificios y escogimos departamentos al azahar. Nos recibieron justo siete familias, todas con extrema cortesía, con calurosa cordialidad, y absoluta sencillez. Abordamos muy diversos temas. Conocimos vodkas especiales, saboreamos bocadillos y postres deliciosos y otros no tanto. Vaya anfitriones los rusos. Nos quitamos y pusimos siete veces aquellos impresionantes y pesados abrigos y gorros de piel de foca, que compramos el primer día cuando sentimos por primera vez aquel viento moscovita en compañía de dieciocho grados bajo cero, que confirmaba sin dejar duda todo lo que sobre el particular habíamos leído en algunas obras de Dostoíevsky. No se intentó evitar en momento alguno dar respuesta a nuestras preguntas. Y creo que habríamos continuado de no haber sucedido lo que aconteció con la séptima familia, después de lo cual nuestro deseo de investigación se diluyó casi por completo y preferimos regresar al hotel. Es justamente el relato de esta última visita el que quiero compartirles.
Se trataba de un doctor, de un médico cardiólogo, cirujano para ser más preciso, ya entrado en la segunda mitad de los sesenta y de su encantadora esposa, regordeta, sonriente y dinámica, cuyos ojos graciosos desbordaban la inteligencia a través de su mirada dulce. Se desvivió por atendernos y por hacer más que placentera nuestro estancia en su hogar, porque era por supuesto un hogar, un gran hogar, sencillo, pero acogedor, con un sinnúmero de detalles y recuerdos distribuidos de manera coloquial pero con peculiar refinamiento.
En virtud de que el Doctor Nikolay Vasíliev Nóvikov hablaba inglés, el interprete se ofreció a ir con el chofer mientras tanto a comprar un cierto libro de arquitectura rusa que deseaba adquirir Don Pedro. Nos quedamos solos los cinco en una tertulia fascinante. Parecíamos amigos de muchos años. Nuestro reciente camarada cardiólogo, que después supimos disponía de un acreditado prestigio internacional, nos ofreció un Ron Cubano espléndido que su hijo ingeniero le había traído de un reciente viaje a Cuba. Lo agradecimos porque de Vodka pienso que ya estábamos un poco abrumados. Creo que acabamos la botella. En un cierto momento de la amena plática, el Arquitecto Ramírez Vázquez le preguntó al anfitrión:
–¿Cuánto gana usted mensualmente Doctor?
Me pareció en ese momento una pregunta imprudente.
–La conversión a su moneda no le será de utilidad si pretende llevar a cabo una comparación con su país, Arquitecto, respondió el Cardiólogo
–No, yo no pretendo establecer una comparación con lo que percibe un Médico en México o en Occidente, replicó Don Pedro, la comparación que me gustaría hacer es con lo que gana un obrero, que sólo aprieta tuercas todo el día, en su propio país. ¿Qué porcentaje recibe en promedio un obrero de lo que recibe un médico cardiólogo en Rusia?
El Doctor Nikolay Vasíliev Nóvikov sonrió discretamente, entrelazó sus manos y dijo al Arquitecto Ramírez Vázquez:
–Pues eso depende Arquitecto, depende.
–Depende de qué, –inquirió Don Pedro.
–Pues, suponiendo que ambos trabajan al máximo de sus capacidades físicas, es decir el número de horas, depende sobre todo de cuántos en cada familia requieren de ese ingreso. En nuestro caso, por ejemplo, ya somos únicamente mi esposa y yo. Si el obrero tiene varios hijos que estudian, además de su mujer o si el padre o madre de algunos de ellos viven en casa, pues ese obrero puede llegar a ganar lo mismo o incluso más de lo que yo percibo.
–Y usted Doctor, ¿cuántos años ha estudiado?
–Pues toda mi vida Arquitecto, desde que entré a la escuela elemental y hasta ahora no he dejado de estudiar un solo momento.
–Pero, ¿cuántos años ha asistido a una escuela, a un instituto, a una universidad?, insistió Don Pedro.
El ilustre cardiólogo levantó la vista hacia el techo para hacer cuentas y agregó:
–Pues un poco más de cuarenta años, creo yo.
–Y el obrero que sólo aprieta tuercas, ¿cuántos años fue a la escuela?
El doctor Nikolay Vasíliev Nóvikov miraba al Arquitecto Ramírez Vázquez un poco confundido, tratando de discernir su intención, y respondió:
–Pues yo creo que unos doce, o tal vez quince.
La encantadora cónyuge ya no atendía, miraba fijamente a ambos con gran curiosidad.
Don Pedro Ramírez Vázquez se sirvió personalmente otro vaso de Ron. Se armó de paciencia y, como quien va a dar la estocada final, destacó con voz muy docta:
–Ustedes los rusos, estimado Doctor Nikolay Vasíliev Nóvikov, magnifican, siempre que pueden, que en la Unión Soviética, bajo el régimen comunista, prevalece en todo momento la justicia sobre todas las cosas. ¿Le parece a usted justo que un obrero que sólo aprieta tuercas todo el día, que sólo ha asistido quince años a la escuela, pueda llegar a ganar lo mismo o incluso más que un médico cardiólogo, que ha estudiado cuarenta años en escuelas y universidades, que ha continuado estudiando toda su vida y que salva vidas? ¿Le parece a usted justo?
Y fue ahí que se presentó en aquel rostro afable del Doctor Nikolay Vasíliev Nóvikov aquella expresión de desencanto, de decepción y quizás de tristeza, que habría de acompañarme para siempre. Yo no había participado en aquel interrogatorio, pero sentí que era a mí a quien se dirigía cuando descansó su cabeza en su sillón mecedor, depositó su pipa en un cenicero con la acuciosidad de un coleccionista, miró hacia el techo y dijo con voz pausada y complaciente:
–Ahora comprendo. Pues mire usted señor arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, es claro que ustedes ya sólo pueden medir todo con el dinero. Permítame decirle que si el dinero proporciona algún tipo de satisfacciones, me parece absolutamente justo que se le dé a ese pobre hombre que sólo ha asistido quince años a la escuela, que no ha podido continuar estudiando y que sólo aprieta tuercas todos los días, porque yo, estimado Arquitecto, yo he tenido la fortuna de asistir cuarenta años a escuelas y universidades, yo he tenido el privilegio de poder continuar estudiando toda mi vida, y yo he tenido y sigo teniendo la enorme, la maravillosa e invaluable satisfacción de salvar vidas.
Debo reconocer que los tres visitantes nos quedamos pasmados, ensimismados diría yo. No teníamos ya palabras, así que no tenía sentido permanecer más en aquel hogar.
Afortunadamente en ese preciso instante nuestro intérprete tocaba la puerta. Nos despedimos, agradecimos y nos fuimos. Esa sonrisa última, amable, diplomática, condescendiente e indulgente del eminente Cardiólogo Nikolay Vasíliev Nóvikov, se fue conmigo para toda la vida.
Ya no expresamos palabra alguna el Arquitecto, su hijo y yo durante nuestro silencioso regreso al hotel. Casi obscurecía.